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La revolución de la ´dolçaina´


La declaración de Patrimonio de la Humanidad a la Festa de la Mare de Déu de la Salut de Algemesí reconoce, indirectamente, el sonido ancestral de la «dolçaina», un instrumento popular de moda que ha superado su crisis y enfila con fuerza el camino de la normalización.

 Dimoni era un dolçainer borracho y algo rudo que sólo aspiraba a dormir, holgazanear y amancebarse con alguna mujer. Sin embargo, «era popular y compartía la general admiración con aquella dulzaina vieja, resquebrajada, la eterna compañera de sus correrías, la que, cuando no rodaba en los pajares o bajo las mesas de las tabernas, aparecía siempre cruzada bajo el sobaco». Así describía Vicente Blasco Ibáñez, a finales del XIX, a su famoso dolçainer del cuento Dimoni. Más de un siglo después, el genial escritor hubiera tenido que cambiar el oficio de su protagonista para encasillar a este bala perdida. Porque la dolçaina ha experimentado una transformación radical en los últimos treinta años que no para de acelerarse. Esta semana, con la declaración de Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad a la fiesta de la Mare de Déu de la Salut de Algemesí —con su música de xirimita incluida—, la dolçaina recibe de forma indirecta un reconocimiento internacional sin parangón que contrasta con las dificultades que encuentra en la Administración valenciana para su completa normalización dentro de la enseñanza musical reglada.

Un ejemplo revelador del actual boom de la dolçaina —iniciado con el tránsito de milenio— lo encarnan Antonio Llopis y su hermano gemelo, Domingo Llopis. Ellos pueden decir algo que en plena crisis suena a otra galaxia: «Nosotros vivimos exclusivamente de la dolçaina». Conocidos en el mundillo como els Bessons, estos virtuosos de la dolçaina empezaron con el instrumento tradicional hace 18 años, «cuando no existían titulaciones ni estudios específicos reglados», aunque después los han ido convalidando.

Su afán emprendedor los ha llevado a montar la Colla de dolçainers i tabaleters Els Bessons, con la que han llegado a realizar casi 200 actuaciones al año entre pasacalles con dolçaina i tabal, albaes, danses y actuaciones de gegants i cabuts. A los bessons los contrata la diputación, los ayuntamientos, las comisiones falleras, las asociaciones de fiestas…

Estos bolos (a 50 euros la actuación por dolçainer) los compaginan con la docencia: Antonio enseña a tocar la dolçaina en la Junta Central Fallera (con 130 alumnos inscritos), en la Escola de Música Tradicional del Real de Gandia y en el Taller de Música jove de Benimaclet. Su hermano Domingo da clases en una colla de Alicante, en la Gaiata Nº 15 El Sequiol de Castelló y en la colla Corda Curta de l´Alqueria de la Comtessa. Y para completar este curioso y valiente conglomerado dolçainer (con licencia de autónomo incluida), els Bessons ofrecen un potente servicio de compraventa y fabricación de material: dolçaines de plástico, cañas, tudeles, flabiols valencians…

Del «Ramonet» al conservatorio
La extraña galaxia de los bessons convive con otra que resulta igual de sorprendente: la entrada en el conservatorio de un instrumento cuyo aprendizaje siempre se había fiado a la transmisión oral y al oído más que a las partituras y los métodos. No hay mejor ejemplo del cambio que el de Cristina Martí. Nacida en Pedreguer hace 28 años, Cristina acaba de ganar el premio extraordinario del conservatorio municipal de Valencia José Iturbi. «Lo que para cualquier instrumento es lo más normal del mundo, para la dolçaina es algo extraordinario», señala Cristina, que junto con Josep Juste acaba de obtener el título de Grau Professional de dolçaina en la primera promoción. ¿La dolçaina, el instrumento del Ramonet y La Manta al coll, compitiendo con el piano, el violín o el fagot? Sí, y sin complejos. «Estoy cansada de escuchar: "¡No sabía que con la dolçaina se podía hacer todo eso!". Ya es hora —reivindica Cristina Martí— de normalizar y dignificar la dolçaina».

Dignificar y normalizar: precisamente ésa es la cruzada en la que se halla inmersa la xirimita desde hace tres décadas. El dulce instrumento legado por los árabes, del que quedan referencias escritas en la Crónica de Jaume I, en la de Ramon Muntaner o en el Tirant lo Blanc, y que tiene una importancia crucial en la conservación y el desarrollo de la música y las danzas tradicionales propias de la cultura valenciana, lucha desde hace años por su completa normalización.

Y lo hace después de un siglo duro. Tras la enorme popularidad alcanzada por la dolçaina en el siglo XIX, el siglo XX vio degradarse el tradicional oficio de dolçainer, explica Xavier Richart, profesor titular de Dolçaina en el conservatorio de Valencia y autor del manual metodológico Estudiant la dolçaina, de cuyos diez volúmenes se han vendido más de 10.000 ejemplares (fotocopias ilegales aparte). «Fíjate —apunta Richart— que dolçainer o xirimiter acaba en -er, mientras que a los otros músicos se los llama pianistas, trompetistas o saxofonistas. Y eso es porque el de dolçainer era antes un oficio, como el de obrer, fuster o sabater, y nadie lo veía con la actual concepción de artista. El dolçainer se ganaba la vida durante el mig any fester, entre primavera y octubre, y el oficio se heredaba de padres a hijos. ¡Nadie enseñaba al vecino para que no le quitaran el trabajo!».

La resurrección de la «dolçaina»
Pero la transmisión del oficio fue decayendo durante el siglo XX y el sonido de la xirimita fue apagándose. Hasta que llegó una especie de salvador de la dolçaina: Joan Blasco, que en los años sesenta y setenta promovió el primer método de aprendizaje del instrumento, fundó las primeras escuelas de dolçaina, recuperó piezas casi olvidadas, estandarizó el instrumento y preparó a la primera hornada de dolçainers serios.

Una anécdota refleja bien la precariedad en la que estaba sumida la dolçaina al principio de la Transición. Corría el año 1975 y el mítico grupo de música folk Al Tall quiso incorporar la dolçaina —todo un hito— en su primer disco. Pero se encontraron con un problema que ahora rememora Miquel Gil, cantautor y cofundador de Al Tall. «Tuvimos que comprar las cañas en Valladolid [donde se toca la dulzaina castellana], puesto que aquí era imposible encontrarlas», explica Gil. En cambio, prosigue el cantante, «la dolçaina ha regresado a su sitio y se ha mezclado con cualquier lenguaje musical: ska, rock, música medieval, barroca, jazz… Tiene una vitalidad bestial».

De hecho, la Federació Valenciana de Dolçainers i Tabaleters agrupa a más de 2.000 músicos en activo y más de 70 colles federadas, aunque algunas voces calculan que pueden haber 5.000 dolçainers aficionados en toda la Comunitat Valenciana. Y un factor novedoso que ha roto moldes: en la era del twitter y el mp3, la dolçaina ha logrado conectar con los jóvenes.

Obrint Pas… a la «dolçaina»
Y si hay un artífice de que la gente joven se haya sumado al boom de la dolçaina (como oyente o entusiasta aprendiz) ése es Miquel Gironés. Es el dolçainer de Obrint Pas, la banda líder de música en valenciano que ha vendido unos 70.000 discos en su trayectoria y que se ha paseado por medio mundo con el sonido de la dolçaina como elemento característico. Su nuevo Cant dels maulets y canciones como Som, Viure o La Flama ya se han convertido en himnos con dolçaina que entonan y silban miles de jóvenes, con sus politonos en los móviles incluidos.

Valenciano y con raíces ontinyentinas, Gironés empezó acompañando de pueblo en pueblo a su padre, el dolçainer Enric Gironés, y a los diez años ya tocaba su propia minidolçaina. Ahora tiene 32 años y estudia el Grau Superior de dolçaina… en Barcelona. Así es: la Escola Superior de Música de Catalunya, dentro de la familia de instrumentos de música tradicional, ofrece la posibilidad de estudiar la gralla (una xirimita catalana) y la dolçaina valenciana. La reivindicación que los dolçainers llevan años exigiendo —sin éxito— a la Generalitat Valenciana, en Cataluña sí es posible. Aparte, Gironés imparte clases en el Centre Artesà Tradicionarius de Barcelona, donde tiene 21 alumnos entre catalanes curiosos y valencianos exiliados.

Pese a ser una de las claves del boom de la dolçaina en la última década y haberla acercado a jóvenes y adolescentes —junto con otros grupos modernos con dolçaina incluida como la Gossa Sorda o Atzembla—, Gironés prefiere la modestia. «La generación de mi padre y tantos otros es la que sacó a la dolçaina del ostracismo, la estandarizó y dignificó el instrumento. Nosotros, tal vez, hemos ampliado el repertorio existente y hemos dado un empujón para despertar el interés por la dolçaina entre los más jóvenes, y abrirla un poco más al conectarla con el rock, el ska o el reggae. Tal vez en eso —concede Gironés— sí que hemos sido algo culpables». Es una modernización necesaria para esta sonoridad valenciana ancestral que desde ahora ya es, aunque sólo sea indirectamente, Patrimonio de la Humanidad. (LEVANTE-EMV)


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